Es difícil establecer cuándo fue el último año que transcurrió sin ningún asesinato de personas vinculadas a la política partidista o al ejercicio de cargos de gobierno. Exgobernadores, alcaldes en funciones o ex alcaldes, diputados o ex diputados tanto federales como locales, han sido víctimas de violencia por atentados o ataques directos, y en no pocos casos, los perpetradores han logrado su cometido.

Escrito por:  Saúl Arellano

Se considera que es “políticamente incorrecto” tener la suspicacia de que, en varios de los casos registrados, las personas que resultan lesionadas o asesinadas algo tenían qué ver con los grupos criminales. Pero dadas las condiciones en que se encuentra el país, resulta difícil suponer que no existen políticos vinculados al crimen organizado. Para sostener lo anterior basta con recordar los casos de exgobernadores procesados y sentenciados por la justicia, tanto mexicana como norteamericana; y los casos de fiscales, policías de todos los niveles, y políticos locales que han aparecido en grabaciones, videos y fotografías al lado de quienes después son reconocidos como peligrosos delincuentes.

Puede sostenerse que una democracia se encuentra severamente amenazada, cuando las estructuras delincuenciales deciden atacar a quienes les combaten o buscan mantener en umbrales mínimos de operación. Pero la situación es doblemente peor, cuando las autoridades han sido infiltrados o abiertamente penetradas, y en el peor de los escenarios, cuando quienes representan a las instituciones públicas trabajan para los malhechores.

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Sería ingenuo pensar pues que, en el periodo más violento de la historia moderna del país, los cárteles de la delincuencia organizada no tendrán interés en determinar quiénes serán las o los candidatos a las nueve gubernaturas que estarán en juego, pero también a los miles de puestos que se disputarán en alcaldías y congresos locales de 31 entidades federativas.

El ejemplo más reciente de la magnitud que implica lo anterior se tiene en el municipio de Salvatierra, Guanajuato, donde en el último mes, uno de los regidores del Ayuntamiento al parecer se lanzó de uno de los balcones de la presidencia municipal; mientras que otro de los regidores del Ayuntamiento fue, apenas unas semanas después, asesinado a tiros en un ataque directo en pleno centro de la ciudad. Este 2023, ese municipio del sur de Guanajuato rebasa una tasa de 100 homicidios por cada 100 mil habitantes.

Pero todo el país es un incendio: en Chiapas, fueron secuestrados recientemente más de 60 ejidatarios por un comando armado; en Zacatecas y Jalisco e han denunciado “levantones” de grupos de jóvenes, muchos de ellos apenas adolescentes; en la Ciudad de México arrecian las denuncias sobre mujeres jóvenes desaparecidas; en Chihuahua se denuncia que la trata de seres humanos, cuyas víctimas son mayoritariamente mujeres y niñas y niños migrantes, se ha incrementado brutalmente en los últimos meses; en Colima se mantiene la peor tasa de homicidio doloso del país; en Michoacán las extorciones y robos a productores aguacateros no paran; y suma y sigue en una lista terrorífica que parece no tener fin.

¿Cómo y con qué instrumentos el Estado mexicano podrá garantizar que la elección de 2024 no sólo será limpia y ordenada en su organización y desarrollo procedimental, sino, sobre todo, que el crimen organizado no impondrá el veto ni mucho menos estará en posibilidad de financiar campañas o infiltrar y colocar a sus integrantes como candidatas y candidatos ganadores?

Las denuncias de la participación abierta de comandos secuestrando a representantes de casillas en diferentes estados de la República, integrantes de diferentes partidos políticos, para evitar que llegaran a cumplir con sus deberes el día de la elección en 2021, debe tomarse como un antecedente serio de lo que no debe volver a ocurrir, y debe detonar, rumbo a la elección que se desarrollará en poco menos de nueve meses, una estrategia de presencia masiva de las fuerzas de seguridad para evitar que la secuestrada sea, en su conjunto, la democracia mexicana.

Octavio Paz alertó en la década de los 90, que se estaba viviendo un proceso de “usurpación” de las instituciones públicas, por parte de grupos de interés económico que debían frenarse para evitar que el Estado fuese puesto al servicio de unos cuantos, en detrimento de los intereses legítimos de la sociedad mexicana. Treinta años después, el diagnóstico debe actualizarse y señalar con todas sus letras, que las instituciones están en riesgo de ser usurpadas por grupos criminales.

En ese contexto preocupa doblemente la actitud del presidente de la República; quien no ha dejado de intervenir en el proceso electoral; y quien no ha dado muestras de tener la intención de actuar como Jefe del Estado mexicano antes que como jefe de su movimiento, y coordinador de campaña de facto de la candidatura presidencial de su partido político.

El escenario no podría ser peor, porque estamos ante un sistema fracturado de partidos políticos; los cuales carecen de representatividad ciudadana; y carecen de posturas, propuestas y programas de gobierno capaces de construir un curso de desarrollo creíblemente alternativo a lo que se ha implementado bajo la denominación genérica de la “cuarta transformación”.

El riesgo no se encuentra en que de pronto “aparezca” la violencia política; eso ya ocurrió; lo más peligroso en este contexto es que esa violencia se instale como “normalidad” de nuestros procesos; y que se dé paso a una nueva forma de “narco-poder” cuya magnitud y capacidad operativa sea de tal magnitud, que su destrucción genere todavía peores costos sociales para nuestro ya dolorido país.

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