La información debería tener al mundo, como dirían algunos clásicos, “al borde de un ataque de nervios”: se ha registrado un nuevo récord histórico en la temperatura promedio mundial, llegando a 17 grados centígrados. Para quien no tiene idea de esto, podría parecer que no es mucho; pero debe considerarse que se trata de un promedio entre las regiones más cálidas y las más frías del orbe.

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Para que se comprenda el tema, si esta temperatura se incrementara en dos grados más, y se mantuviera así en el tiempo, desaparecería la mayoría de los Estados insulares; muchas de las ciudades costeras desaparecerían en todo el mundo; y los procesos de extinción masiva de especies se acelerarían, además de que enfrentaríamos cada vez más fenómenos meteorológicos extremos cuyas consecuencias serían de magnitudes apocalípticas, y que quede claro que esa afirmación no es un mero recurso retórico.

En el nivel macro, a pesar de que se han generado acuerdos globales -el más reciente en París-, los resultados son poco más que desalentadores: la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero se está cumpliendo en muy pocos lugares, y las metas de los países en realidad son meros enunciados que no reflejan un compromiso decidido con reducir la huella de carbono. Todo en aras de no “alterar el ciclo económico”, como si se tratara de una sinfonía de bienestar y felicidad generalizadas en todo el planeta.

Las fuerzas económicas dominantes en el mundo continúan marcando el paso a incontables gobiernos corruptos, incompetentes y, en el mejor de los casos, mediocres en su actuación. El caso mexicano es paradigmático, pues en las llamadas “administraciones neoliberales” las acciones eran, en los mejores escenarios, cosméticas; mientras que, en la presente administración, simplemente se decidió que no era una agenda relevante en la “construcción del nuevo régimen”, el que, a la luz de cinco años de fracasos acumulados, no logró la transformación estructural ni sustantiva en ninguna de las áreas estratégicas para el desarrollo nacional.

Hace décadas se hablaba de que estábamos ante las “últimas alertas” para cambiar el rumbo y modificar el curso de desarrollo mundial y regional. El tiempo se agotó y ahora estamos ante las ya primeras consecuencias de lo que, de continuar como vamos, podría convertirse en una tendencia irreversible y sin duda alguna, de consecuencias catastróficas, sobre todo para las personas más pobres.

Pero esta es una cuestión que rebasa el debate, de por sí complejo, de la justicia social. Se trata de una agenda de interés planetario, en la que está en juego el sistema ecológico global, y por lo tanto, entran en la ecuación del debate los derechos de las especies no humanas, cuya existencia y pervivencia en el planeta depende de lo que la especie humana haga o deje de hacer.

La abrumadora evidencia respecto de que la intervención humana en el medio ambiente es la principal responsable de la crisis ecológica que enfrentamos, debería ser argumento suficiente para que los gobiernos de todos los países del orbe se hicieran cargo de la responsabilidad de actuar con mayor celeridad y con mucho más recursos y estrategias científicamente sustentadas, para revertir el terrible daño que hemos causado al sistema ecológico planetario.

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Esto implicaría una profunda revisión crítica de lo que se entiende por el desarrollo; y lo que se entiende entonces por la acción gubernamental; porque si, al menos en el caso mexicano, el Estado es el rector y, el Poder Ejecutivo, el responsable de conducir el desarrollo nacional, entonces debemos pensar con seriedad cómo vamos a hacer para crecer económicamente lo necesario para garantizar integral y universalmente los derechos humanos, pero sin que esto implique destruir al medio ambiente.

Lo anterior tiene relación con la perspectiva de los derechos intergeneracionales; lo cual significa llanamente que no tenemos derecho a comprometer un patrimonio que no nos pertenece, que es el patrimonio natural del mundo, y que es responsabilidad nuestra proteger y, en la medida de lo posible, incrementar para las generaciones venideras. Dicho de manera coloquial: tenemos la obligación de dejar un mundo mejor que el que encontramos, para quienes habrán de habitarlo en los años venideros, y eso incluye, debe insistirse, a las especies no humanas.

Diferentes especies de tortugas, ballenas, o de reptiles, por citar solo algunas, han vivido en la tierra durante decenas de millones de años; y ese es un horizonte temporal inimaginable para nuestra corta existencia. Pero ello no obsta para que hagamos un esfuerzo mayor para comprender que los eones que le quedan de posibilidades de frugalidad y abundancia a la Tierra, no pueden comprometerse en aras de satisfacer la ambición y el afán desaforado de riqueza de unos cuantos potentados que dirigen y controlan las principales decisiones planetarias.

Es mucho lo que podemos hacer en el plano individual; pero ningún esfuerzo será suficiente si la industria sigue emitiendo toneladas de dióxido de carbono; si las actividades agropecuarias siguen produciendo las toneladas de gas metano que todos los años están generando; y si en el ámbito de la producción de bienes de consumo diario, seguimos apostando por el plástico como principal envoltorio o recipiente de un solo uso, que termina flotando en monstruosas islas de basura en los océanos.

No hay tiempo, eso debe subrayarse una y otra vez. Estamos al borde de un cataclismo ecológico y debemos exigir que, aquellos que tienen la responsabilidad de dirigir el cambio, lo hagan ya.

Investigador del PUED-UNAM

admin_saul

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