Hace 30 años, México estaba, sin saberlo aún, a unos cuantos días de uno de los eventos más significativos de la vida política nacional en las últimas décadas: la irrupción del ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas. A la distancia se puede tener dimensión de lo que en ese momento era más bien confusión y dudas de todo tipo, pues la rebelión zapatista tuvo un eco mundial, para muchos inesperado, y para la mayoría, incluso insospechado.
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Unos meses más tarde, el 23 de marzo, Luis Dolado Colosio sería arteramente asesinado, hecho igualmente trágico que marcó el principio del fin del Partido Revolucionario Institucional, como partido hegemónico, pero también como síntesis de una cultura política y de una forma particular de entender al poder, a la economía y a la historia en el país.
Unos meses más tarde volverían a sonar las balas, y en esa ocasión la persona asesinada sería José Francisco Ruíz Massieu, evento que marcaba el derrotero final de una administración que se había planteado llevar a cabo las reformas más ambiciosas en la segunda mitad del siglo XX, pero que culminó con la desastrosa crisis económica de diciembre de 1994, que llevó al 60% de la población nacional a la pobreza por ingresos.
Pensar la historia reciente es relevante, porque como en aquel 2024, la polarización política está a flor de piel; la disputa por la nación, para ponerla en los términos de Rolando Cordera y Tello ha dado un nuevo vuelco, no con miras hacia un futuro promisorio, sino en una especie de vuelta nostálgica a un pasado glorioso mexicano inexistente, pues nunca hemos sido un país de justicia social y bienestar generalizado.
Por el contrario, los errores se acumulan y las tentaciones autoritarias afloran por todos lados. En la arrogancia del poder, el presidente de la República asume que todo va viento en popa; y como en 1994, el discurso triunfalista obnubila la razón e impide pensar con mesura y templanza, en las más altas esferas del poder, sobre cuáles son las salidas y puentes que urge construir para evitar que algo similar o peor que lo de hace 30 años nos plante cara y nos lleve a una vorágine de violencia que ya no cabe en un país con tanta muerte y tanta desesperación por todas partes.
Como Carlos Salinas, López Obrador se pasea por el país convencido de que ha colocado a México en una nueva ruta de crecimiento, de erradicación de la pobreza y de progreso imparable para el país. En aquel momento, se hablaba de las grandes obras de infraestructura: puertos, aeropuertos, carreteras, todo bajo el poderoso aparato propagandístico sintetizado en el emblema de Solidaridad, que aún se observa en numerosos lugares del país. Ahora, el color guinda señaliza las “nuevas proezas sexenales”, en un escenario nacional que hace temblar al pensarlo desde la sentencia nietzscheana: “la historia siempre se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa”. En evidencia, nadie desea que esto se esté dando como síntesis de las contradicciones de nuestros días; pero más nos vale estar alertas.
Entramos al año con la elección más grande de nuestra historia, tanto por el número de cargos en disputa, como por el número de electores que participaremos en ella; pero a diferencia de lo que ocurría en aquel 1994, existe una poderosa variable que modifica el tablero político: el crimen organizado no tenía ni la dimensión, ni los recursos, ni la presencia territorial que hoy tiene en todo el país.
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Lo que es más: estamos en el antecedente de elecciones que, como en Sinaloa y en otras entidades, se tiene el registro de la perniciosa e inaceptable intervención de las bandas criminales, secuestrando a funcionarios de casilla e impidiendo que los partidos de oposición pudieran supervisar y atestiguar la elección en los centros de votación, tal como lo marcan la Constitución y la legislación en la materia.
La segunda variable que diferencia a nuestros días de aquellos de 1994 es la preocupante presencia masiva de un nuevo complejo industrial-militar, construido por López Obrador, y que ha sacado a las calles a las fuerzas castrenses, en un ejercicio inédito de uso de las fuerzas armadas para aparentemente combatir a la delincuencia, con resultados más que cuestionables.