Por qué medir la pobreza tiene cada vez menos sentido

Por qué medir la pobreza tiene cada vez menos sentido

Por qué medir la pobreza tiene cada vez menos sentido

México, o cualquier otro país, podría ser un país sin pobreza, y simultáneamente ser un territorio con un incumplimiento generalizado de derechos humanos. En nuestro caso, aun cuando se lograse eventualmente que todas las personas tengan un ingreso por arriba del umbral de la llamada “línea de la pobreza”, sus alcances, en términos de capacidad adquisitiva son tan limitados, que está de hecho muy lejos de lo que implicaría un umbral que tuviese como referente la noción de la dignidad humana.

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Una de las mayores deficiencias que enfrentamos en nuestro país es el cada vez más debilitado Estado de derecho: por un lado, hay un muy bajo apego social a una cultura de la legalidad; y por el otro, hay una autoridad que dispone de muy frágiles capacidades para cumplir y hacer cumplir con lo que establece la Ley y la propia Constitución.

Desde esa perspectiva, la mayoría de las personas responsables del diseño y operación de las políticas públicas, de sus estrategias y objetivos, no han comprendido el alcance y relevancia que tiene la reforma constitucional en materia de derechos humanos promulgada en 2011, y la cual debe estar, se quiera o no, en la base de todas las determinaciones de las instituciones públicas, en todos los niveles del gobierno.

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Tómese por ejemplo el “Principio de Progresividad”. Sobre este, la SCJN emitió la Tesis de Jurisprudencia, en octubre de 2017. En ella se establece que: “Dicho principio, en términos generales, ordena ampliar el alcance y la protección de los derechos humanos en la mayor medida posible hasta lograr su plena efectividad, de acuerdo con las circunstancias fácticas y jurídicas. Es posible diseccionar este principio en varias exigencias de carácter tanto positivo como negativo, dirigidas a los creadores de las normas jurídicas y a sus aplicadores, con independencia del carácter formal de las autoridades respectivas, ya sean legislativas, administrativas o judiciales.

En sentido positivo, del principio de progresividad derivan para el legislador (sea formal o material) la obligación de ampliar el alcance y la tutela de los derechos humanos; y para el aplicador, el deber de interpretar las normas de manera que se amplíen, en lo posible jurídicamente, esos aspectos de los derechos. En sentido negativo, impone una prohibición de regresividad…”

Al ser así, las instituciones mexicanas están obligadas, en primer lugar, a mejorar constantemente las condiciones de vida de todas las personas, lo cual debería llevar, por ejemplo, a la erradicación de la pobreza; pero si se toma con seriedad el principio citado, también sería obligado que la revisión de la metodología de medición de la pobreza sea cada vez más amplia en sus alcances y umbrales mínimos. Lo cual no ocurrió en 2018, cuando se perdió la oportunidad de adecuar la metodología de medición a los estándares constitucionales.

Lo que es más, si bien la Ley establece que la revisión de la metodología debe realizarse cada 10 años, eso no impide que el propio CONEVAL diseñara mediciones o indicadores alternativos para dar cuenta de cuánto y de qué modo se incumple con el amplio catálogo de los derechos sociales reconocidos en la Constitución, lo cual es posible bajo el amparo de la facultad constitucional que se le otorga de evaluar la política de desarrollo social.

De este modo, es evidente que, si bien erradicar la pobreza es un objetivo relevante de la acción pública, en el fondo, el mandato para todos los gobiernos es construir un país de derechos humanos; lo cual, de conseguirse hipotéticamente, nos llevaría directamente a la erradicación de la pobreza tal como se mide hoy, pues no habría personas vulnerables por las carencias que se miden, y por todas las demás.

Hasta ahora, la justiciabilidad de la garantía efectiva de los derechos humanos ha dependido en la mayoría de los casos de demandas de amparo. Tan es así, que la SCJN emitió la Tesis Aislada (V Región) 5o.19 K (10a.), de agosto del 2014, mediante la cual establece: “la interdependencia existente entre los derechos civiles y políticos, con los económicos, sociales y culturales, conduce a concluir que deben ser entendidos integralmente como derechos humanos, sin jerarquía entre sí y exigibles en todos los casos ante aquellas autoridades que resulten competentes para ello. Por tanto, la exigibilidad de estos derechos amerita que sean justiciables ante los tribunales, a través del juicio de amparo”.

La pregunta frente a lo anterior sería: ¿por qué en un Estado social de derecho, las personas tendrían qué recurrir al amparo de la justicia para acceder a servicios médicos, a educación de calidad, a empleo digno, a un medio ambiente sano, a servicios culturales de calidad, al agua limpia, etc.?

Puede sostenerse entonces que los gobiernos actúan de manera miserable, cuando obligan a que los gobernados recurran al amparo judicial para proteger los derechos que nos son inherentes como seres humanos. Ejemplos recientes abundan: acceso a vacunas, medicamentos específicos, tratamientos, becas, apoyos y otros elementos de los que depende literalmente la vida o proyecto de vida de las personas, han tenido que hacerse valer vía amparos otorgados por juzgados que están sentando precedentes invaluables para el país.

Hacernos cargo de que nuestra Carta Magna sea plenamente vigente implica exigir que en México se disponga de un sistema de indicadores, no para medir la miseria y el hambre, sino para lograr que universal, integral y progresivamente se cumpla con los derechos humanos que hoy nos son reconocidos.

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