Son numerosos los y las autoras que han distinguido entre los conceptos de masa y pueblo, una de las más preclaras fue María Zambrano, en el siglo XX. En la obra de esa gran filósofa la idea de la masa está asociada más al individuo, mientras que la del pueblo, a la persona. La masa, dicho de manera resumida, tiende a menores virtudes cívicas, mientras que el pueblo se orienta hacia valores y prácticas cívicas deseables.
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En su reflexión política, Zambrano traza una línea de vinculación entre la racionalidad moderna y el absolutismo político, en todas sus vertientes, entendiendo que hay pretensiones de totalización de la realidad que también se traducen, aunque no siempre lo logran, en pretensiones de un poder autoritario que busca abarcar cada vez más espacios y territorios de la vida pública.
Parafraseando a la autora, la democracia sería lo propio de la persona, entendida como totalidad; como síntesis de una existencia que es plena de derechos y que éstos se ven realizados en la comunidad política que se organiza para darse una vida digna y de bienestar en el sentido más amplio posible.
Los regímenes autoritarios serían así lo propio de las colectividades de individuos, donde cada uno busca la realización de la felicidad individual, aún a costa de la de los demás, pues detrás de esa postura está igualmente una visión utilitarista de la vida donde lo que importaría es 2la felicidad total agregada” a través de la acción de cada uno y del despliegue de sus voluntades particulares.
Si se piensa con detenimiento lo anterior, puede pensarse con propiedad que la aparición de tiranos o aspirantes a serlo, se da siempre, no como un acto de “generación espontánea”, a través de la cual malévolos personajes “abusan” de la fragilidad y vulnerabilidad de millones, quienes los encumbran en el poder, les aclaman, y terminan sometidos a las peores formas de los abusos del poder; porque hay que recordarlo, el poder absoluto, abusa siempre absolutamente.
Los tiranos, y quienes aspiran a tal título, recurren por ello a la adulación de la masa: retóricamente la elevan justamente a la categoría de “pueblo”, como síntesis de la unidad de pareceres, de visiones y de anhelos; de sueños y aspiraciones que encuentran cause y sentido a partir de la figura del líder, del maestro, del héroe, del santo o del mesías; todas ellas formas de ser a las que se les atribuyen cualidades súper humanas y por ende, capacidades irrepetibles de salvación del destino presente y futuro de los individuos organizados en sociedad.
Los gobiernos autoritarios, las dictaduras y los gobiernos despóticos no surgen de la nada; tienen su simiente en colectividades que actúan a la manera de las masas que requieren de liderazgo, porque ellas no son capaces de construir los diálogos y procesos de comunicación, debate y acuerdo requeridos para que emerja el pueblo y se guíe a sí mismo hacia el mejor estado de cosas posible.
En las masas proliferan los sentimientos del odio y del resentimiento; por eso se buscan afanosamente “gigantes”; porque se asume que nadie de los comunes podría ejercer un liderazgo democrático. Porque ello implica la renuncia al egoísmo individualista y a procesos de racionalización excluyentes; en la masa, la idea central se encuentra en la negación de todos a partir de la afirmación del Uno, que es el individuo, pero proyectado hacia una exterioridad en la que percibe a la totalidad de los anhelos.
La masa, en tanto comunión en el resentimiento, se busca la destrucción de “los otros”, que siempre son ellos mismos, aunque no se den cuenta. Porque los individuos están atrapados en ella como quien camina en un laberinto de espejos u lo único que percibe es su propia imagen en cada lugar y en todo momento.
A pesar de los monstruosos ejemplos de las masas que amaron a tiranos como Hitler, Mussolini, Stalin, Mao y la larga lista de los nombres infames que se construyó en el siglo XX, en el siglo XXI se atestigua nuevamente que en todo Occidente proliferan nuevos personajes de mentalidad tiránica, que bajo el disfraz de demócratas y de “protectores del pueblo”, proponen la destrucción de lo único que podría, al menos en el corto plazo, conducirnos hacia procesos de bienestar y desarrollo duraderos y deseables.
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En América Latina los nombres que simultáneamente están presentes en el escenario público son numerosos. Y de manera casi cómica, se diferencian entre sí, acusándose unos a otros de significar amenazas a sus poblaciones; por supuesto, en cada caso, se presentan a sí mismos como los “auténticos salvadores de sus pueblos”; como “la encarnación de los movimientos históricos” destinados a la redención popular.
Así, desde los Estados Unidos de América, hasta la Patagonia, cunden por todos lados los discursos de la miseria política: todos dirigidos a la simplificación de la realidad, y todos anclados en tradiciones aparentemente “puras”, que tienen como propósito último la verdad y la bondad.
Siendo así, lo que queda de los pueblos en nuestro continente puede ser rápidamente avasallado por las masas, las cuales prefieren sin rubor a gobiernos autoritarios que a propuestas democráticas.
Se equivocan pues, quienes hacen de los Trump, Bukele, Ortega, Maduro, Bolsonaro, Milei y compañía, los responsables de la debacle de muchos de nuestros países; al contrario, hay que confrontar a las masas y las estructuras que les mantienen en ese estado, poque son esas las que, con su candidez y resentimiento, hacen de aquellos, sus amados tiranos.
Investigador del PUED-UNAM