El Diccionario de la Lengua Española define a la palabra “venturoso”, en su tercera acepción, como aquello que implica o trae felicidad. En ese sentido, pensar en un país apropiado para la niñez, convoca a imaginarnos un país así, venturoso, capaz de darle a cada niña o niño las oportunidades y posibilidades efectivas de tener garantizados todos y cada uno de sus derechos.
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México está, por supuesto, tremendamente lejos de una realidad así. Las condiciones en que vive la niñez son dramáticas. Más de la mitad es pobre, y esa proporción se ha mantenido en ese nivel al menos desde el 2008, cuando comenzó a medirse multidimensionalmente la pobreza en nuestro país. Lo que ello implica es vergonzoso e inaceptable.
El estado de cumplimiento de los derechos de las infancias en un país no es sino reflejo de sus prioridades y de sus valores. Y en ese sentido, las condiciones de violencia, abuso, maltrato, explotación y carencias en que viven millones de niñas y niños en el territorio nacional, nos pintan de cuerpo entero, pues somos un país, donde además de reproducirse estructuralmente al machismo y la misoginia, el “adultocentrismo” es la nota predominante de todas las decisiones públicas y la mayoría de las privadas.
Nunca hemos sabido a ciencia cierta, por ejemplo, cuanto invierte el Estado mexicano en la población infantil; pero ahora estamos peor. Porque si se pregunta a la administración federal, o a las estatales o municipales, cuánto de su presupuesto está dirigido explícitamente a la garantía de los mandatos constitucionales en la materia, tendrían que designar a equipos de personal experto, para llevar a cabo un desglose, cuyo resultado resultaría, en el mejor de los casos, apenas aproximado.
Falta de planeación y presupuesto
Lo anterior es así, porque en México no hay ni planeación ni presupuestación con enfoque de derechos de la niñes. Porque eso implicaría modificar las prioridades de inversión y exigiría que los gobiernos, en todos los niveles, dejaran de construir las tonterías y obras inútiles que erigen todos los días, y que no tienen otro propósito sino el lucimiento de la o el gobernante en turno, cortando un listón o develando una placa, que afortunadamente quedan siempre como testimonio de su incompetencia y de su estrechez de visión en torno a lo público y su responsabilidad constitucional y legal.
Ser un país venturoso implicaría, en primerísimo lugar, garantizar el derecho a la vida y la supervivencia para todas las niñas y niños que nacen en el país. Eso exige un sistema de salud robusto, y contar con las y los pediatras suficientes para evitar que todos los años fallezca los miles de niñas y niños que pierden la vida antes de cumplir sus primeros 12 meses de vida.
La ausencia de un sistema de protección social
En segundo lugar, necesitaríamos un sistema de protección social que garantice el máximo nivel de salud posible; y a la par, un sistema nacional alimentario que evitara, por ejemplo, que hubiese la tremenda cifra que nos da el INEGI para el año 2020, de casi un millón de hogares con niñas y niños que comen una sola vez al día o que se acuestan a dormir con hambre.
Tendríamos que convertirnos en un país que no tuviese en el abandono, como está ahora, a un sistema nacional robusto de asistencia social; y un sistema nacional de protección integral de la niñez, como el SIPINNA, el cual, por cierto, lleva ya mucho tiempo sin tener a una persona titular del organismo.
Avanzaríamos de manera decidida hacia un país con una educación de calidad, y no el esperpento impresentable que arrastramos desde hace varias décadas, y que, al haberlo subsumido a los intereses político-electorales de su actual titular, hace agua en medio de la severa crisis de la pandemia, que de acuerdo con varias y varios expertos, nos tiene ante la posibilidad, ya no solo de un sexenio perdido en materia educativa, sino de una generación entera que no tendrá los conocimientos que se necesita para un mundo tan complejo como el nuestro.
Un país que no protege a la niñez
En un país donde se tomaran en serio los derechos de la niñez, se tendrían estrategias económicas y sociales para erradicar el trabajo infantil, y avanzar decididamente hacia la erradicación de las peores formas de explotación. Se asumirían firmemente los compromisos, por ejemplo, del Convenio 182 de la OIT, y se cumplirían con los protocolos facultativos complementarios a la Convención de los Derechos de la Niña y el Niño.
Un país comprometido con las justicias, comenzando por la social, haría todo lo necesario para evitar que hubiese niñas y niños en condiciones de pobreza; y se abocaría a evitar por todos los medios, aunque eso costara no pavimentar calles o no tener aeropuertos y trenes inútiles, que hubiese niñas y niños en situación de calle.
Es cierto, la garantía plena de los derechos de la niñez tiene un alto costo económico; pero el costo moral que pagamos por ser una sociedad indolente con su niñez, justificaría plenamente una estrategia integral de reasignación de recursos y de redefinición de políticas públicas para poner a las niñas y los niños siempre primero en todas las decisiones públicas, tal como lo establece el Principio Constitucional del Interés Superior de la Niñez, el cual, como muchas otras cosas, ha dormido, y dormirá el sueño de los justos, desde el periodo neoliberal, pero de manera igualmente sórdida, en la presente administración.