Por regla general, las y los políticos están dispuestos a decir casi cualquier cosa con el propósito de ganar el favor del voto de las y los electores. Históricamente, en los regímenes democráticos o que aspiran a serlo, la competencia político-electoral obliga a las y los aspirantes a ganar gobiernos y parlamentos o congresos a presentar de manera abierta sus proyectos de gobierno y sus plataformas político-ideológicas, para que la ciudadanía pueda decidir qué es lo mejor para la comunidad política organizada.
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También históricamente, hay registro de que, en democracia, han surgido discursos que van en contra de la propia posibilidad de la democracia; los ejemplos más preclaros son, sin duda, los fascismos y las posiciones nacionalistas más extremas; las cuales se sustentan en discursos identitarios que niegan desde la condición de humanidad a “los otros”, a los “enemigos” o a quienes son considerados como “amenazas para la moralidad y el Estado”, hasta la posibilidad de la pluralidad como característica reconocida de las sociedades complejas.
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En esos casos, las figuras que han encabezado a los movimientos promotores y constructores de la barbarie han sido personajes siniestros que auténticamente creían en lo que profesaban públicamente. Es decir, no es que mintieran para llegar al poder, sino que realmente creían las barbaridades que declaraban ante las muchedumbres. Realmente eran personalidades que profesaban el odio y realmente eran personajes que creían en la supremacía racial y en múltiples “teorías de la conspiración”, todas ellas lunáticas, pero cuya eficacia social y política provocó la locura, y con ello, la muerte de millones de seres humanos.
Desde la Segunda Guerra Mundial, cuando se vieron varias de las peores atrocidades provocadas por los discursos de odio, hasta lo que va de la tercera década del siglo XXI, los discursos políticos se han hecho cada vez más sofisticados, en el sentido de ser técnicamente complejos y mayoritariamente complicados (tercera acepción del diccionario de la lengua española).
Pero lo anterior no debe confundirse con el hecho de que esos discursos sean mejores que los presentados o elaborados en décadas previas. Porque ahora estamos ante una tendencia en la cual las y los profesionales de la política recurren con cada vez mayor constancia -y también cinismo, debe decirse-, a la mentira como recurso articulador de sus alocuciones públicas.
Es decir, se trata de posicionamientos que se esgrimen, aún en contra de lo que las propias figuras políticas han sostenido en etapas previas de sus carreras. A tal grado que, en cuestión de meses, pueden afirmar tesis o propuestas totalmente antagónicas a las que se habían presentado, justificando tales cambios, cuando se hace así, con el recurso fácil del “arrepentimiento”, o del falso reconocimiento de que “se estaba en un error”.
Ahora bien, debe comprenderse que estamos ante un escenario tan complicado, que pareciera que lo que predomina en el debate político es la mentira, pero ya no solo como recurso, sino como objetivo abiertamente establecido en las casas de campaña y estrategia de las y los candidatos, pero también de las y los políticos en funciones.
Se trata de una realidad que se asemeja al extremo planteado por Orwell en su famosa novela, “1984”, donde plantea un Estado, en cuyo gobierno existe un “Ministerio de la Verdad”, el cual tenía como principal mandato y objetivo el de construir mentiras y posicionarlas en la vida pública como si fuesen verdades sólidas y exigibles en tanto guías de actuación en la sociedad.
Los aparatos de propaganda, ahora potenciados con los instrumentos del aprendizaje de máquina (conocido popularmente como Inteligencia Artificial), están encargados, con cada vez más recursos y estrategia, a construir “realidades alternativas”; a diseminar masivamente en redes sociales y portales electrónicos disfrazados de medios de información serios, mentiras dolosamente inventadas, con el propósito de incidir en el ánimo o en las decisiones y preferencias políticas de las poblaciones.
Todos los días se manipulan imágenes; se inventan audios utilizando la voz de personalidades públicas; y debe insistirse, no como estrategia, sino como finalidad en sí misma, porque de lo que se trata es de que la ciudadanía esté mal informada y de que tome decisiones equívocas con base en información alejada de la realidad.
Ya se vio el efecto que algo así puede tener incluso en países donde se considera que se tienen democracias arraigadas. Así el caso de Donald Trump en los Estados Unidos de América, quien basó buena parte de su campaña en una cantidad gigantesca de mentiras, rumores, descalificaciones y también incontables infamias presentadas al público con toda impunidad.
En su gran texto sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche escribió: “El intelecto, como un medio para la conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas primordiales en la ficción, pues ésta es el medio por el cual se conservan los individuos débiles y poco robustos… Este arte de la ficción alcanza su máxima expresión en el hombre: aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la hipocresía, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, el teatro ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante ante la llama de la vanidad es hasta tal punto la regla y la ley, que apenas hay nada más inconcebible que el hecho de que haya podido surgir entre los hombres un impulso sincero y puro hacia la verdad”.
Nada menos que eso es lo que hoy enfrentamos.
Investigador del PUED-UNAM
Frases clave: la mentira, la mentira política