Si se piensa en Aristóteles, uno de los grandes clásicos de la filosofía política de la antigüedad, la noción de la política no puede desligarse de la de la ética. Una y otra son consustanciales. En efecto, este filósofo definió a la política como una práctica, pero no como una cualquiera, sino como la práctica de una virtud; y en ello también debe precisarse que no se trataba de cualquier virtud, sino de la virtud perfecta, que es entendida en sus obras como la vocación de servir a los demás en la comunidad política organizada con el objetivo de lograr el bien común.
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Son incontables las y los filósofos que se han inscrito en esa línea de pensamiento; empero, hay que decirlo, no han sido los que han triunfado en la búsqueda y permanencia en el poder. En esa lógica, la queja de Maquiavelo cobra un sentido mayor: muchos principados habrían sobrevivido, pensaba el florentino, si los políticos hubiesen actuado más como hombres de Estado que como “hombres buenos”.
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Esta distinción no era, sin embargo, del todo nueva; ya el propio Aristóteles había distinguido a las categorías del “hombre de bien” y la del “buen ciudadano”. Sólo el segundo, pensaba el de Estagira, tenía la capacidad de actuar más allá del interés individual y colocarse en el ámbito de la construcción de la política como la más alta de las virtudes humanas. Ejemplo de ello lo encontraba en personajes como Solón, Licurgo o Pericles.
En nuestra modernidad, ha habido un debate permanente entre lo que coloquialmente se entiende como oposición entre “lo que es” y lo que “debería ser” en el ámbito de la actuación política. Y se ha señalado reiteradamente que más allá de las posiciones que favorecen al pragmatismo, la política no puede renunciar, en los Estados democráticos de derecho, al mandato de hacer lo correcto, lo que se sintetiza en términos generales en los marcos jurídicos y constitucionales que rigen a las sociedades libres.
Si en la tradición que vincula a la ética con la política lo característico del buen ciudadano es su capacidad de poner por encima de su interés particular, el interés general, puede pensarse que su antítesis contemporánea se encontraría en las y los profesionales de la política que la usan como instrumento para el enriquecimiento personal o de grupo, y para favorecer a intereses que van en contra del bienestar de la población. Ello, en síntesis, puede cifrarse en el concepto de la corrupción.
En 2018, el actual presidente de la República logró el triunfo electoral más contundente en la historia democrática del país, justamente bajo el discurso del combate y el rechazo total a la corrupción. De hecho, en términos narrativos, podría encajar en la citada tradición aristotélica.
Sin embargo, su carrera no ha estado alejada de los escándalos: de hecho, desde los casos de Ímaz, Bejarano y Ponce, hasta los más recientes de SEGALMEX, NOTIMEX e incluso la sospecha en torno a los hijos del titular del Ejecutivo Federal, muestran que hace falta mucho más que propaganda y narrativa para lograr la erradicación de prácticas corruptas en el ejercicio del poder.
Del otro lado, la carta que envió el presidente del PAN al gobernador de Coahuila no tiene una sola letra de desperdicio para evidenciar que los más grandes partidos de oposición siguen siendo la misma cloaca que fue sacada de la Presidencia de la República en 2018. Por su parte, en Movimiento Ciudadano, están atrapados entre las pretensiones monárquicas del gobernador de Nuevo León, y la incapacidad de construir una candidatura presidencial creíble, amén de los pleitos entre el gobernador de Jalisco y la dirigencia nacional, con el aderezo del folklor y de los recursos marketineros baratos como el del “fosfo-fosfo”. De los partidos vividores como el PVEM y el PT mejor ni hablar; y lo mismo puede decirse del ya casi extinto PRD.
¿Qué nos queda entonces a las y los ciudadanos? ¿Anular el voto como mecanismo de protesta? ¿Conformarnos con votar por las o los “menos peores”? ¿Resignarnos a que la política es así, es decir, un estercolero inevitable y que no hay nada que pueda hacerse?
Si lo que se piensa es que la ética no puede desligarse de la política, ninguna de esas opciones sería viable; porque en sentido estricto, también la noción de ser una buena o un buen ciudadano implica la participación, la crítica, la capacidad y la voluntad de exigir a sus gobiernos y a sus órganos de representación que actúen con base en lo que está plasmado en la Constitución y sus leyes.
El gran éxito de la clase policía corrupta que hoy monopoliza a los partidos políticos y los gobiernos a los que logran arribar, es habernos convencido de que la política es una práctica que les compete de manera exclusiva; y que el reto se encuentra en la elección de la figura providencial que, de un modo o de otro, habrá de llevar al país al bienestar.
Nada más alejado de la realidad. La ciudadanía tiene la responsabilidad y el derecho de quitar a las y los malos gobernantes; pero eso requiere de participación, educación cívica, y posibilidades materiales para involucrarse en la esfera de lo público. Y eso es lo que tenemos que comenzar a construir, casi desde cero, si queremos librarnos de la runfla de vividores que hoy se benefician del poder.
Investigador del PUED-UNAM