La pobreza ha sido siempre tanto un dispositivo, como una estrategia del poder. Las personas que viven en condiciones de privación, no sólo habitan en una condición de carencia, sino que experimentan una forma de existencia de sometimiento y obediencia, a veces voluntaria, a veces impuesta, de parte de quienes concentran la riqueza y controlan y despliegan las estrategias de la dominación. Lo mismo puede decirse de la creciente desigualdad que enfrentamos.
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Nuestra época es escandalosa en ese sentido. El último reporte sobre la desigualdad mundial puede resumirse en lo que sigue: el 10% de la población más rica concentra ya el 52% de las rentas y el 76% de la riqueza del planeta, mientras que el 50% más pobre solo capta el 8% de los ingresos y el 2% del patrimonio.
Para el caso mexicano, las desigualdades en el ingreso son brutales: el 10% que está en la parte más alta de ingresos, frente al del 50% de la parte baja de la pirámide, obtiene 31 veces más recursos. Pero si se compara al 1% de más recursos, frente a la mitad de la población con menos recursos, la diferencia es de 141.53 veces.
Para comparar lo que ocurre en nuestro territorio, basta con decir que en Polonia, la diferencia entre el 10% de mayores ingresos, frente a la mitad con menores recursos, es de 1 a 10; y la que hay entre el 1% más rico, frente al 50% de menos recursos, es de 38 veces.
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En España, la diferencia entre el 1% más rico y la mitad de los menos favorecidos, es de 29.3 veces. En Suecia, esta última relación es de 22.18 veces; mientras que en los Estados Unidos de América es de 70.2 veces.
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Pueden seguirse enumerando ejemplos y difícilmente se encontrarían numerosos ejemplos de esta realidad. Por eso debe repetirse la experiencia del Barón Alejandro von Humboldt, quien, desde el siglo XIX, había sostenido que, en todos sus viajes, no había encontrado en ningún lugar tan espantosa desigualdad como la que se encontró en la entonces Nueva España.
Ante ello, México debe avanzar muy rápidamente hacia la perenemente pospuesta reforma fiscal y hacendaria integral, pues hasta la fecha, los Estados modernos no han inventado muchos más mecanismos para la redistribución del ingreso, que sistemas fiscales progresivos, y Estados de bienestar que generen sistemas de seguridad social universal, y con capacidades de protección para las personas más vulnerables.
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Por lo anterior también es incomprensible que las oposiciones en el país no se hayan pronunciado contundentemente al respecto; porque es obvio; tanto el PAN como el PRI están aliados a poderes económicos que evidentemente rechazarían una reforma fiscal dirigida a grabar la riqueza, y a cobrar a las empresas gigantes los impuestos que deberían pagar; amén de las cargas impositivas que deberían estarse construyendo para desincentivar el consumo de comida chatarra y todas las porquerías que se venden por toneladas, y que nos han llevado a ser uno de los países con mayor obesidad, diabetes e hipertensión arterial en el planeta.
La creciente desigualdad y la necesidad de la protesta
Lo anterior tiene otras implicaciones graves: los niveles de riqueza a los que se ha llegado, implican simultáneamente una economía del dispendio y el desperdicio idiotas. A tal grado, que no sólo no paramos de comprar cosas desechables, sujetas a la perversa lógica de la obsolescencia programada, sino que además el modelo de producción se basa en una intensiva depredación de la naturaleza, destrucción sistemática de ecosistemas y la aniquilación criminal y masiva de especies de todo tipo.
La economía planetaria avanza cada vez más hacia un callejón sin salida, en medio del cual, la consigna es no parar: estrellarse contra el muro de la absurdidad, y repetir el proceso una y otra vez hasta que la mayoría termine de enloquecer y de aceptar que esta realidad espantosa es equiparable a un orden de normalidad deseable.
Michel Foucault sostenía que quizá, la mejor manera de protestar era el silencio absoluto; pero callar ante esto que tenemos ante los ojos, sería tan criminal en nuestros días, como las acciones que se perpetran todos los días desde los centros de decisión política y económica que, como en toda la historia, no pretenden ceder un solo ápice de su poder.
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Estamos ante la paradoja de ser capaces de enviar robots y naves autónomas a Marte; y tener a más de 800 millones de personas en la tierra viviendo con hambre. Pero ante ello no hay que caer en la ingenuidad. De hecho, las empresas que hoy lideran la carrera espacial, desplazando incluso a los Estados más poderosos, pueden enviar sus juguetitos al espacio exterior, precisamente porque hay esos 800 millones de hambrientos en todo el planeta.
Ante esto, que a todas luces es monstruoso, vemos el aletargamiento: el triunfo de la lógica del resentimiento y la envidia vengativa de millones de pobladores de las cada vez más frágiles y sufrientes democracias, donde los liderazgos mesiánicos, xenófobos, pro-nazis, y de los populismos más rancios, emergen por todos lados. Todo lo cual, ante la primacía de un pensamiento perezoso que prefiere aplaudir a rabiar a sus explotadores, que ejercer la crítica y rebelarse en contra de la opresión.
La realidad oprobiosa en la que nos encontramos no deja alternativa: o como lo sugería Ciorán, nos resignamos a sentarnos a rumiar el tedio hasta que nos llegue la muerte; o levantamos la voz de manera crítica, y exigimos de manera políticamente inteligente, un cambio radical de esto que es, de suyo oprobioso e insoportable.
Frase clave: la creciente desigualdad
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