Uno de los problemas estructurales que se han enfrentado históricamente en México, respecto de sus gobiernos, en todos sus niveles y ámbitos, es el de la corrupción. Se trata de uno de los lastres más perniciosos, porque ha generado no sólo pobreza y desigualdad, sino que ha prohijado otros males que le cuestan la vida a decenas de miles de personas cada año en nuestro país.
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Hay numerosas definiciones de corrupción; pero todas ellas apuntan a que se trata de un fenómeno en el cual se hacen o se dejan de hacer cosas, abusando del poder, o utilizando los recursos que están destinados para ciertos propósitos establecidos en ley, al beneficio personal o de grupos específicos, violando con ello el orden jurídico de nuestro país. La corrupción es percibida por la población nacional como uno de los principales problemas; y es de una muy alta preocupación saber que las corporaciones que se perciben como de mayor incidencia de este fenómeno son las de las policías estatales, policías preventivas municipales y policías de tránsito municipal. Pero igualmente se cree que las Cámaras de Diputados y de Senadores; y que el Poder Judicial, son espacios donde constantemente se llevan a cabo actos corruptos que no sólo dañan la imagen y reputación institucional, sino que erosionan la confianza ciudadana en ellas.
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Lo anterior se vincula con el hecho de que hay cada vez más personas convencidas de que la democracia no es necesariamente la mejor forma de gobierno; pues quienes resultan elegidas y elegidos, y que ocupan cargos de gobierno o de representación popular, están ahí para beneficiarse a sí mismos o a los grupos a los que pertenecen. Y esto por supuesto se vincula con la percepción, captada en diferentes encuestas del INEGI, de que los partidos políticos no tienen otro propósito sino el de llegar al poder para beneficiarse de los recursos disponibles.
Si lo anterior no fuera de suyo ya muy grave, hay ahora nuevas formas de corrupción que pueden profundizar la crisis del desarrollo y anclarse como uno de los diques que impiden que el país pueda transformarse. Una de ellas está vinculada con la expansiva presencia del crimen organizado, cuyas bandas y cárteles han avanzado ya no sólo en la compra de voluntades y de protección de las autoridades; sino que en numerosos casos se han infiltrado y de hecho usurpado posiciones de representación y poder político.
No son pocos, por ejemplo, los gobernadores, fiscales y jefes de policías que han sido procesados y sentenciados, ya no sólo por recibir sobornos, sino por formar parte de las propias estructuras del crimen organizado; y en ello hay que poner mucha atención; porque ante lo que estamos, y debe llamarse la atención fuertemente ante ello, es ante la usurpación de espacios que deben corresponder exclusivamente al Estado. En ese sentido, debe quedar clara la diferencia que existe entre una persona que, una vez que llega al cargo comete actos de corrupción; y otra muy distinta que, de una racionalmente planificada, las bandas del crimen organizado perfilen a personajes que se incrustan en los partidos políticos y por la vía legal e institucional, se hacen de los espacios de toma de decisiones.
Así, la pregunta azora: ¿cuántas y cuántos regidores, síndicos, alcaldes, han llegado a sus cargos bajo este esquema? Y todavía más, hacia adelante, el temor fundado es que en el 2024 se incrusten aún más personajes con esos perfiles siniestros, y que se ejerza con mayor fuerza aún, el “veto violento” del crimen organizando, vía la intimidación, el secuestro o incluso el asesinato de candidatas y candidatos que les resulten “incómodos” o que le cierren el paso a sus “nominados”.
Desde esta perspectiva, los partidos políticos nos deben mucho a la ciudadanía. Para comenzar, la postulación de candidaturas serias, competitivas y con los perfiles idóneos para ocupar y desempeñar los cargos para los cuales les están impulsando; porque si bien es cierto que constitucionalmente no hay ninguna restricción en el sentido de contar con cierta preparación profesional, también lo es que el ejercicio de la función pública y el complejo trabajo de discutir y aprobar leyes, exigen de mínimas capacidades de abstracción conceptual; capacidades mínimas de planeación y conocimiento técnico para comprender lo que se tiene en las manos cuando se llega a un cargo de elección popular. No tenemos ya más tiempo para experimentos ni para improvisaciones.
Debemos ser capaces de convertirnos en un país de derechos humanos y de bienestar; y una de las piezas centrales es sin duda alguna cortar de raíz con la corrupción: con la vieja y con la que se expresa en los nuevos rostros que aquí apenas se perfilan. El trabajo de inteligencia que no se ha llevado a cabo en el país debe retomarse, para alertar con prontitud a los partidos políticos de personajes que tienen antecedentes que comprometen su honorabilidad y buena fama pública; requisitos indispensables para el desempeño de la función pública; porque no debe olvidarse, que ésta requiere también de la ejemplaridad, es decir, de actitudes y conductas, que, en el marco de lo humanamente posible, sean irreprochables.
No podemos perder ni ceder más espacios institucionales. No podemos resignarnos a seguir teniendo gobiernos mediocres cuyo desempeño se debe a la incapacidad e ignorancia manifiesta de quienes toman las decisiones. Los problemas son tantos y tan complejos que, aunque suene a un “lugar común”, exigen de la presencia de las personas más capacitadas, más comprometidas y más íntegras.
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