Los Comentarios Reales escritos por el Inca Garcilaso de la Vega contienen elementos de singularidad que distinguen a su obra de las crónicas escritas por otros pensadores de la época.
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Es así, en primer lugar, por la propia consciencia que tiene el autor de su “posición” en el mundo, es decir, el ser representante de una nueva forma de identidad y pertenencia étnica: la mestiza.
En segundo lugar, se trata de un texto en el cual hay una conciencia de la Historia como narración verdadera. Es decir, Garcilaso de la Vega escribe sus Comentarios Reales afirmando que su narración de lo que aconteció en la conquista del Perú contiene mayor verdad que la que había sido escrita por otros cronistas de la conquista; esta pretensión de mayor verdad deriva igualmente de haber sido testigo directo del proceso, pero sobre todo, un testigo que pudo observar las dos visiones del proceso histórico de la conquista: la de los vencedores y la de los vencidos.
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Un tercer elemento que caracteriza a la obra de Garcilaso es la conciencia de la lengua no sólo como instrumento de comunicación, como mero vehículo de transmisión de palabras e ideas, sino la lengua como un todo que sintetiza a la cosmovisión de un pueblo.
Por ello en varios pasajes Garcilaso advierte que las palabras significan, en su lengua materna, no sólo en función de su uso gramatical, sino de su dimensión fonética, en un ejercicio onomatopéyico: es la semejanza del sonido de la palabra respecto del sonido de algún animal, lo que determinará su significado.
Asociado a lo anterior, Garcilaso afirmará que su crónica de los hechos puede apegarse más a la verdad porque al ser portador de la visión de su madre, una princesa inca, y de su padre, un capitán español, puede construir, como ningún otro, una síntesis de la conciencia de una nueva forma de pensar y estar en el mundo.
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Podría decirse que, de algún modo, Garcilaso es también, y quizá sin proponérselo, un autor plenamente moderno[1], pues comparte además de la idea de una humanidad compartida con Bartolomé de las Casas, piensa sobre todo en un mundo como un todo, anticipando lo que hoy en día un filósofo como Sloterdijk llama la etapa marina del mundo interior del capital, pero también la conciencia del “mundo esfera”, sintetizada en la conciencia de una sola territorialidad en la que la humanidad se realiza históricamente.
El autor lo expresa como sigue: “Más confiado en la infinita misericordia, digo que a lo primero se podrá afirmar que no hay más que un mundo, y aunque llamamos “Mundo Viejo y Mundo Nuevo, es por haberse descubierto aquél nuevamente para nosotros, y no porque sean dos, sino todo uno…”[2].
Otro elemento a destacar en la obra de Garcilaso de la Vega es la construcción de la historia a partir de la construcción de la génesis del nombre Perú. En efecto, la narración como tal, comienza con la construcción del nombre. Y es que en esta idea hay una poderosa posición respecto a la realidad y su construcción: el nombre, interpretando con rigor lo que plantea el autor, constituye la “clave” en la cual está escrita la partitura de la historia de la conquista.
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Dirá el autor: “El indio, por los ademanes y menos que con manos y rostros le hacían (como a un mudo), entendía que le preguntaban, mas no entendía lo que le preguntaban y a lo que entendió qué era el preguntarle, respondió a prisa, (antes que le hiciesen algún mal) y nombró su propio nombre, diciendo Berú, y añadió otro y dijo Pelú.
Quiso decir: “Si me preguntáis cómo me llamo, yo me digo Berú, y si me preguntáis dónde estaba, digo que estaba en el río”. Porque es de saber que el nombre Pelú en el lenguaje de aquella provincia es nombre apelativo y significa río en común, como luego lo veremos en un autor grave”[3].
En este punto es de subrayar la forma en cómo piensa el Inca de La Vega y cómo traduce lo que el “indio” a quien interrogan los españoles sobre el nombre de sus tierras, responde a lo que se le cuestionaba por señas y gestos.
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En esto, el autor se os revela también como un “incipiente lingüista que pone de manifiesto distintos y complejos procesos de la comunicación: sabe que el gesto es signo, al igual que lo es la palabra; pero pone igualmente de relieve la complejidad del acto de la traducción y, de hecho, la intraducibilidad de algunas formas de expresión de una lengua a otra.
Esta cualidad del Inca resulta de suma relevancia para el análisis exegético del nombre de Perú, porque no se conforma con la narración anecdótica de la primera ocasión en que probablemente fue escuchado el nombre de Perú por parte de los españoles, sino que además recurre a un conjunto de fuentes que eran consideradas como “autoridades” en el tema, reafirmando con ello lo señalado en las primeras líneas de este texto: la pretensión de una narración que es verdadera, y que recurre a todas las fuentes posibles de confirmación respecto de lo que se dice.
Aunado a lo anterior, sobresale el nuevo estilo literario del Inca Garcilaso de la Vega, el cual, tal como se concibe a sí mismo, es también una poderosa mezcla de conciencia lingüística española e inca, con lo que logró una narrativa completamente innovadora en lo que se refiere a recursos estilísticos de novedosa aparición en la lengua de castilla.
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Un ejemplo de ello se encuentra en la narración que hace de las creencias: “Y así adoraban yerbas, plantas, flores, árboles de todas suertes, cerros altos, grandes peñas y los resquicios de ellas, cuevas hondas, guijarros y piedrecitas, las que en los ríos y arroyos hallaban, de diversos colores, como el jaspe. Adoran la piedra esmeralda, particularmente en una provincia que hoy llaman Puerto Viejo; no adoraban diamantes ni rubíes porque no los hubo en aquella tierra. En lugar de ellos, adoraron diversos animales, a unos por su fiereza, como al tigre, león y oso, y, por esta causa, teniéndolos por dioses, si acaso los topaban, no huían de ellos, sino que se echaban al suelo a adorarles y se dejaban matar y comer sin huir ni hacer defensa alguna”[4].
Tres cuestiones se pueden destacar de esta estructura narrativa: en primer término, el elegante uso antepuesto de los adjetivos, en contraste con el adjetivo pospuesto: “cerros altos, grandes peñas”. El tema es relevante, porque genera un impacto literario de una riqueza singular. Nos dice que los cerros son por accidente, altos; pero las peñas que los conforman, son esencialmente grandes; y con ello nos da una visión del panorama natural de su tierra, como no se había escrito hasta entonces en las frías narraciones de sus predecesores.
Lo segundo es el colorido de las descripciones: “Adoran la piedra esmeralda… no adoraban diamante sin rubíes, porque no los hubo en aquella tierra”. El uso del pretérito perfecto genera en este tipo de párrafos una impresión de definitividad, que de hecho lo es, dando con ello una forma narrativa que no deja lugar a dudas: y esto, una vez más, porque conscientemente Garcilaso está escribiendo una historia que en todo momento pretende decirnos verdad.
Finalmente, la narración pasa del terreno del realismo al de novedosos recursos simbólicos: es decir, pasa de la descripción del mundo físico: árboles, yerbas, plantas, ríos, piedras preciosas, etc., y de pronto introduce la imagen de un indio arrodillado, en un acto de adoración, siendo devorado -sin hacerlo explícito- por una fiera considerada como dios.
La diferencia de los planos y dimensiones ante los que nos sitúa es tan sutil, que pareciera que está hablando de lo mismo, cuando en realidad, el apego a la descripción estricta del plano de lo material, nos introduce de lleno, y casi sin notarlo, a la dimensión espiritual del tema central: las creencias y la religiosidad como forma de convivencia humana con la naturaleza, lo cual puede percibirse sin esfuerzo, aún cuando para Garcilaso y sus lectores tal actitud pudiera considerarse sin más como “herejía e idolatría”. Todo lo anterior no sería posible sin la conciencia de su carácter esencialmente mestizo; Garcilaso supo con claridad que era parte de algo muy nuevo; de una especie de construcción original que serviría como punto de partida a la identidad nacional que siglos más tarde, sería la base para reclamar libertad e independencia política para el Perú.
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[1] Entiendo por modernidad, como lo señala Jürgen Habermas, el proceso histórico que es a la vez etapa y conciencia de vivir en esa etapa, y respecto al cual fecha como origen, precisamente al descubrimiento y conquista de América. Véase: Habermas, Jürgen, El discurso filosófico de la modernidad, Paidós, España, 2007.
[2] Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales, F.C.E., México, 1992, “Colección 500 años”, p. 13.
[3] Ibidem, p. 27.
[4] Ibidem, p. 48.
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