Luis González de Alba sostuvo una y otra vez que su texto sobre la masacre de 1968 fue plagiado por Elena Poniatowska, a quien, a su decir, le entregó los manuscritos estando preso en Lecumberri. Este por supuesto no es el único caso en que se ha denunciado que las consideradas “grandes plumas” se apropian de obras de otras personas, y que literalmente les roban parte o la totalidad de textos de todo calibre y hechura, cayendo así en graves actos de deshonestidad intelectual.
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En la memoria tengo, por ejemplo, el caso de Bryce Echenique, quien fue encontrado culpable de plagio por un tribunal peruano. La escritora Carmen Formoso acusó de plagio a Camilo José Cela, laureado con el Nobel de Literatura. Víctor Celorio acusó a Carlos Fuentes de haberle plagiado partes de su Unicornio Azul, y así hay innumerables casos de personajes que se ven envueltos en la más penosa de todas las situaciones en que puede encontrarse una persona que vive de la generación de ideas, pues se supondría que la originalidad es su virtud.
De manera lamentable ocurre, y muy a menudo, que las personas recurren a las peores prácticas como la compra de trabajos elaborados, el pago por obras específicas, y otros más que -y esto es un secreto a voces en el mundo intelectual y académico- de plano tienen contratados amanuenses para que elaboren los textos que se comprometen a entregar por aquí y acullá.
Debe decirse: el plagio es una acción cínica, en el peor sentido del término, porque quien lo practica sabe que lo que está presentando ha sido elaborado por otra u otras personas, y no sólo lo utiliza para solventar un trámite, sino para defraudar a la sociedad, porque en el sistema normativo que tenemos es claro que las personas que desean practicar una profesión deben cumplir con la acreditación de saberes y competencias reguladas por el Estado.
El entuerto que ha rodeado a la ministra Jazmín Esquivel ha entrado a una fase de resolución, en la que destacan tres hechos dados a conocer el 11 de enero por diversas instancias de la UNAM; a saber: 1) que sí hubo plagio de la ministra; 2) que la UNAM no puede invalidar el título, aún cuando se ha acreditado que no tiene los méritos para ser Licenciada en Derecho; y, 3) que se impondrán las medidas disciplinarias que procedan de acuerdo con la legislación y normativa universitarias.
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Frente a este caso, la comunidad académica no solo de la UNAM, sino de todo el sistema cultural y de educación superior en el país estamos obligados a reflexionar seriamente sobre la gravedad del caso. Porque lo que no puede aceptarse es la normalización de estas prácticas de abuso y deshonestidad, en las que se ha llegado al extremo de que hay sitios de internet donde se trafica con trabajos escolares y de supuesta investigación; así como supuestas corporaciones y revistas que cumplen formalmente con los requisitos de “indexación” y que cobran a las y los académicos para publicarles trabajos a fin de que, una de dos, o puedan obtener nuevos grados, o cumplan con las exigencias del productivismo rampante que se ha impuesto en las últimas décadas.
En esa lógica, la promoción de valores relativos a la veracidad y la integridad es urgente en todos los espacios académicos del país -desde la primaria hasta los máximos niveles de posgrado-, porque en ello nos va la posibilidad de abonar al cumplimiento del mandato constitucional relativo a que la educación debe promover la superación espiritual del pueblo.
En el ámbito de la política, por ejemplo, hay una tendencia patética de compra de “doctorados honoris causa”, que son literalmente vendidos por asociaciones respecto de las cuales, basta una breve búsqueda en internet, puede encontrarse que se ubican en pequeñas instalaciones, por ejemplo, arriba de tiendas de pollos rostizados. Tales supuestos “claustros de doctorados” convencen a cientos de simuladoras y simuladores a pagar “donativos” a cambio de recibir el nombramiento de “Doctor Honoris Causa”, como si realmente hubiesen contribuido en algo relevante para alguna comunidad o tradición intelectual.
Dado el desprestigio de las y los políticos, miles de ellas y ellos pretenden lavarse la cara, pretendiendo pasar por refinados productores de ideas geniales, o de conocimiento y dominio de materias, obteniendo títulos y grados cuestionables sobre todo porque los adquieren sólo como una herramienta de imagen y mala propaganda.
En el caso de la señora ministra, la Suprema Corte está realmente comprometida en su imagen y credibilidad. Pues luego de la larga defensa que hizo de su caso, negando los hechos que hoy un comité técnico confirma, pone en predicamento la prístina imagen intelectual y moral de que debería gozar el máximo tribunal constitucional de nuestro país. Ante eso, la Corte se enfrenta a un escenario inédito y que impone un reto mayúsculo en el establecimiento de un precedente en la materia.
No podemos seguir siendo un país que desprecia de ese modo al saber; que regatea recursos a las universidades públicas y a la educación en general, y luego sorprendernos de que la calidad de la enseñanza no es la óptima.
Quienes vivimos para escribir, nos jugamos en cada texto buena parte de nuestro prestigio. Porque en cada uno de ellos arriesgamos ideas, frases, propuestas. Y debemos continuar exigiendo que aún cuando estemos rotundamente equivocados, cada letra que presentaos al escrutinio público debe ser de nuestra autoría. Todo lo demás son actos reprobables que va de las bufonadas, hasta hechos realmente delincuenciales.
Frases clave: deshonestidad intelectual, crisis de deshonestidad intelectual